Al recoger su maleta de la banda transportadora de equipaje, Girard se aprestó a salir del aeropuerto y tomó un taxi que lo sacara rápido de allí. El calor era fuerte, pero su rostro no estaba empapado en sudor por el clima, sino por el miedo. De edad media, daba la impresión de ser un hombre bueno y fuerte, aunque lo que más reflejaba su expresión era incertidumbre. Al subir al primer vehículo disponible, cerró los ojos, echó su cabeza para atrás y exhaló lenta y sostenidamente, al tiempo que el chofer ponía parsimoniosamente en marcha el vetusto automóvil.
Girard Malpica vivía tranquilo; tenía un próspero negocio de producción audiovisual y eventos en su natal Valencia, Venezuela, y las cosas marchaban bien. Pero, paulatinamente, la crisis económica del país empezó a hacer mella en su estilo de vida y el de los suyos. Al comienzo pensaron que era una situación temporal y con optimismo enfrentaban la situación. Pero las cosas empeoraban, los negocios cerraban, la comida empezaba a escasear y la tensión crecía día tras día. Viendo que los clientes desaparecían y los ahorros se esfumaban, Malpica comenzó entonces a considerar la posibilidad de emigrar hacia otros territorios y empezó a contactar a familiares y conocidos que habían abandonado el país en busca de un mejor futuro.
Colombia, Perú, Costa Rica, República Dominicana, España y Argentina eran algunos de los países elegidos por sus allegados para iniciar una nueva vida. Él, en el fondo, quería quedarse en su patria, pera la situación se tornaba cada vez más agobiante y llegó un punto en el que decidió vender todo y arrancar hacia otro lugar. El destino: República Dominicana. Febrero de 2018 fue el testigo del beso en la frente que dio a su madre y el abrazo entre sollozos en el que se fundió con su esposa. Con su morral e ilusiones, Girard dejaba atrás años de trabajo, experiencia y vida y se embarcaba en una nueva aventura.
Su llegada a la isla caribeña no fue fácil. Catalina, amiga de la vida, lo recibió los primeros días, advirtiéndole que si bien no sería sencillo, allí podría tener un nuevo comienzo. Con veinte dólares en el bolsillo, Girard necesitaba generar ingresos de inmediato, y se puso a buscar trabajo. A la semana un lugareño le propuso que trabajase para él recogiendo aguacates en el campo, y no lo dudó un segundo. A pesar del sol inclemente, las lluvias torrenciales y las ampollas que le salieron en manos y pies los primeros días, este venezolano se concentró en su meta de reunirse con su madre y esposa cuanto antes. Lejos de sentirse subvalorado, este empleo le llenó de vigor y fortaleza. También recogió tomates, fue cajero de un supermercado y chofer del cuerpo de bomberos de San Cristóbal Cámbita Garavito, labor que recuerda con cariño.
Meses después de su llegada, Girard logró reunir el dinero para comprar pasajes para su esposa y su mamá y se reencontraron más pronto de lo esperado. La esperanza florecía para ellos. Pero un día de 2020, el gobierno dominicano anunció la llegada de una pandemia y ordenó confinamiento total. Girard compró una motocicleta y se dedicó al mototaxismo durante ese periodo en el que el COVID-19 atacó a la humanidad y a él; a finales de 2020 su esposa y él contrajeron el agresivo virus, sin consecuencias graves para ellos. Afortunadamente, a su madre no le pasó nada; cosas de dios bendito, como dirían en Venezuela. Así, con esfuerzo, sobrevivieron a la pandemia y de a poco salían adelante.
A pesar de que las cosas marchaban bien, la incertidumbre vivía agazapada en el alma de Girard, porque temía que, dada su situación de indocumentados, en algún momento él y su familia fueran deportados y muriera así su sueño dominicano. Una tarde, mientras rumiaba sus pensamientos al calor de una taza de café, vio en televisión un anuncio que invitaba a nacionales venezolanos a regularizar su situación migratoria; el anunciante era la Fundación Venezolanos en San Cristóbal. Sin perder tiempo, los contactó a través de redes sociales, y desde la fundación le pidieron que se acercara a su sede. Con escepticismo se dirigió hacia allá, conociendo en el proceso más ciudadanos venezolanos que se encontraban en su misma situación. Apoyada por la Organización Internacional para las Migraciones OIM, la fundación estaba ayudando a que los migrantes del país sudamericano legalizaran su estadía y residencia en el país de la bachata. Durante el proceso conocía cada vez más y más compatriotas y buscó la forma de poder a volver ejercer lo que sabía hacer, porque eso le generaría mejores ingresos y se sentía capaz de renacer profesionalmente. Empezó a hacer trabajos espontáneos como diseñador gráfico, organizó un par de eventos, diseñó una revista de ropa de colección, su reputación comenzó a crecer como espuma y lo contactaban cada vez más frecuentemente para que trabajara en lo que él sabía y era bueno. Girard estaba de vuelta al ruedo, pero quería hacerlo de forma oficial, sin temor a que en algún momento se hundiera su emprendimiento a causa de su estatus legal y legal. Fue entonces cuando en la fundación le sugirieron ponerse en contacto con el programa Ciudades Incluyentes, Comunidades Solidarias, en el que tal vez podrían ayudarle a formalizar su negocio. Sin demora lo contactaron con el programa, y empezó a participar en talleres de formalización de emprendimiento, herramientas para micro empresas e integración con la comunidad de acogida. Los resultados empezaron a notarse casi de inmediato, y hoy Girard trabaja tranquilo.
“Si hay algo que siento hacia Ciudades Incluyentes es agradecimiento; me cambiaron la vida para bien. Con todo lo que me enseñaron, marketing, contabilidad, me dieron herramientas para incorporarme al sistema productivo de este país que me ha acogido con respeto. No creas, es difícil estar lejos del país de uno; acá se toman las cosas con más calma, los venezolanos somos como más acelerados por el frenesí en el que vivimos allá. Además nos han dado pautas para integrarnos bien con los locales, eso ha muy útil. Incluso a algunos paisanos les han dado insumos para sus negocios como neveras y herramientas. A mí me han dado hasta ahora formación, ningún equipo, pero aun así estoy agradecido con Ciudades Incluyentes, porque me ayudó a subir al menos diez escalones en mi meta en este país. Tengo varios amigos y conocidos en distintos lugares del mundo y ninguno ha tenido la fortuna de recibir las ayudas que nosotros acá hemos recibido con este programa; sin lugar a dudas Ciudades Incluyentes ha sido una bendición para nosotros. Solo falta que nos legalicen el estatus migratorio, para que todo sea completo”, dice Girard mientras se alista para ir a tomar fotografías a una boda, su próximo reto laboral.
De 40 personas que componen el núcleo familiar de Girard Malpica, sólo 10 permanecen hoy en Venezuela; el resto, como él, son foráneos en tierras ajenas. A él le gustaría que a sus familiares en el exterior les pasara algo similar a lo que él le sucedió con el programa Ciudades Incluyentes, porque sería una gran ayuda para ellos. Y ese, es el objetivo del programa, reducir las vulnerabilidades de los refugiados y migrantes venezolanos e incrementar la resiliencia de las comunidades de acogida, para que historias como la de Girard sean cada vez más frecuentes.